Despierto en medio de la más profunda oscuridad y trato de encontrar mis pantuflas al costado de la cama. La pereza sigue en mis ojos pero debo levantarme. Los más mínimos sonidos son anclas a la realidad. Dejo las sábanas a un costado y me aferro al bastón sin siquiera prender la luz ¿para qué? Ya no hay lágrimas porque simplemente no funcionan. Prendo el fuego de la hornalla y siento elevarse el calor poco a poco. No soy cuidadoso con eso y más de una vez la habitación se llenó de humo. Arriba se oyen los pasos crujir de mi vecino. Por estas horas siempre practica el mismo trozo de su partitura. Suena el portero. Voy a tumbos hasta la puerta. Siento el frío del picaporte en la mano. Solo es el correo. Mi felicidad se disipa. El cartero me descompone con el aroma de su perfume barato. Cierro nuevamente. La habitación sigue a oscuras. Llego hasta mi silla y abro el ventanal para dejar entrar la tibia brisa de las mañanas de verano. Desde el tercer piso el bullicio de la calle parece el arrullo de un mar agitado. Una ambulancia grita en la esquina. La vida me parece totalmente desabrida. Sigo esperando que el portero suene. Tomo un libro de la estantería y siento su superficie rugosa y el olor a papel recién comprado. Me duele tenerlo aquí, tan cerca y no poder asomarme siquiera a lo que me tiene vedado. El dolor es demasiado. Tomo el bastón y voy poco a poco hasta el balcón. Sigue oscura a pesar de ser el mediodía.
Salto.
Cinco minutos después suena el portero.